¿Alguien recuerda a Vera Lynn?
Alejandro Castroguer
A mis abuelos Diego, Antonia y Josefa,
que nunca se olvidaron de las navidades de sus nietos.
Cuando le conocí estaba muerto de miedo, por
mucho que él se esforzase en esconderlo tras esa
sonrisa que brindaba al destino a modo de repulsa. Era más un rictus funerario de momia egipcia
que la natural expresión de un estado vecino a la alegría
o la felicidad. Sonrisa estrangulada. Recuerdo que una
mañana coincidimos en Wellington Park. De pronto,
William y yo nos vimos sentados a la misma sombra
del mismo nogal centenario y frente al mismo coro de
palomas que, de un lado a otro de nuestro banco, exigía
el diezmo en pago a sus esfuerzos, al ser o no ser de sus
estómagos. Empezamos compartiendo el pan duro que
les brindábamos. Eso fue al principio de todo. Días más
tarde llegó la ocasión de las presentaciones. Encantado,
me llamo William. Yo, Graham. Y la catarsis de las primeras confidencias:—Me gustaría ser un pájaro. —Esta es la frase inaugural de su drama. Los minutos previos al laberinto de sus últimas semanas. (A veces he pensado en llamar a este relato «William Spode». Él es lo sustantivo en este recuento de heroicidades mínimas. Pero los editores mandan y piensan, con razón o sin ella, que su palabra es Palabra de Dios.)
Lo dijo sin echar a volar la voz, sin permitirse el despegue del anhelo ni el estallido del gozo.
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