El niño al otro lado de la tapia
Rodolfo Santullo
Wiggins se caló la gorra de paño ajada que le cubría la
cabeza. La noche estaba helada y sentía en la piel, en los huesos, y en el
cuero cabelludo, que era perforado por mil agujas invisibles. La niebla le
cubría como un manto húmedo y no le dejaba ver más allá de dos pasos adelante.
Los cascos de los caballos permitían adivinar su existencia y ubicar sus vagas
siluetas cuando pasaban tirando de sus carros como fantasmas en la espesura
blanca.
Como si la noche no quisiera más que recargar mi mal
ánimo, refunfuñó Wiggins para sí. Combatió la sensación apretando el paso y
volviendo puños sus manos en los bolsillos de su abrigo raído. Cruzó a paso
vivo Portman Square y las farolas le jugaron malas pasadas con las sombras de
los escasos transeúntes que se cruzó. No era tan tarde, pero la pesada niebla
se había encargado de que casi todo el mundo se metiera veloz en sus casas.
Todos menos los que caminaban con prisas, deseosos de salir de la calle de una
buena vez. Todos menos los que, como Wiggins, tenían trabajo que hacer. Hay
tareas que no se pueden hacer sino por las noches. Tareas que la misma niebla,
la soledad y las sombras ayudan a realizar. Wiggins tenía por delante una de
esas tareas. Wiggins iba a escuchar a un fantasma.
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